Los monasterios cistercienses supusieron un incipiente renacimiento cultural por su proyección espiritual inseparable de su proyecto de transformación político-social.
La comunidad cisterciense estaba perfectamente estratificada, conviviendo los monjes “oradores” o letrados y los legos o “conversos” que se ocupaban del trabajo en las granjas.
En sus mejores momentos Rioseco debió contar aproximadamente con una comunidad de 100 personas, de las que 25 serían monjes y el resto conversos, novicios y criados.
En el recinto monástico estaban las dependencias de los monjes y separadas de estas la hospedería -donde se alojaban los viajeros- y el hospital, donde se cuidaba de los enfermos pobres. Asimismo los monjes se ocupaban de los indigentes que acudían al monasterio en busca de limosna, comida o ropa.
Fuera del convento se encontraban las familias que trabajaban en las granjas, ventas, molinos, y batanes.
Las granjas, molinos, batanes y ventas que formaban el coto redondo del monasterio de Rioseco eran: las ventas de los Hocinos y Manzanedillo, los molinos de Congosto, Bailera, Tollo y Cueva de Manzanedo, parte del pueblo de Remolino y las granjas de La Helechosa, San Cristóbal, Retuerto, Robledo, Fuente Humorera y Casabal.
Es importante recordar que los monjes de Rioseco crearon una explotación agrícola modélica, imponiendo en el Valle de Manzanedo los cultivos de trigo, viñedos y lino. También introdujeron los frutales en el Valle.
Destacó su plan ganadero, de ahí la importancia para los monjes de prados y bosques. Su cabaña ganadera llegó a contar con 2.000 cabezas de ovejas y en el Catastro del Marqués de la Ensenada se recoge que en su coto redondo había 200 carneros, 16 vacas, 70 cabras, 31 chivos y 12 cerdos. La importancia de su plan hidráulico justifica la elección de situar el monasterio junto al río Ebro.